Los mecanicos y el frio
Esta historia ocurrió de verdad. Nos pasó una noche de esas donde el frío, mezclado con las malas decisiones, juega un papel decisivo en la vida. Donde las aventuras simples son las que mejor salen y de las que más nos acordamos.
La versión puede variar con los años, y si le preguntás a cada uno, te puede contar distintas cosas.
Esa mañana de julio, las cosas arrancaron muy normal: cada uno amaneció, puso la pava al fuego, sacudió el mate, una rápida visita al baño y listos para el primer golpe amargo del día.
Seba, quien aún vivía en el puerto, se percató de que su auto, un Fiat Duna color negro (por su pasado de taxista), empezaba a sufrir fallas importantes en la bomba de agua. Por lo cual llamó al Gordo, quien además de tener conocimientos en mecánica —ya que fue camionero y sabía de motores— podía servirle.
—Me pasó esto con el auto, ¿me podés dar una mano? Es cambiar la bomba de agua.
El Gordo acudió al llamado al instante, como siempre, con el clásico:
—Traelo a casa y le digo a los vagos del taller que me presten el lugar así lo revisamos.
La situación era bastante común, ya que ambos solían juntarse para lavar el auto y matear a la espera de alguna idea que se les ocurriera. Yo me sumé más tarde, cuando Seba me comentó que iba a buscar el repuesto y si quería acompañarlo.
Adquirida la pieza, nos hicimos a la tarea. “Nos hicimos” suena a manada, ya sé… lo que este humilde servidor hizo fue cebar mate a los mecánicos, que improvisando buscaban la forma de sacar la bomba de agua y poder reemplazarla.
Dato súper importante de la historia: el taller no se lo pudieron prestar, ya que tenían camiones adentro y se complicaba mucho sacarlos. Así que nos tocó improvisar cómo hacer para desarmar medio motor y montar la bomba nueva.
Algunos esperarían en este tramo que les explique los detalles técnicos y aburridos de la función de la bomba de agua y las composiciones de un motor diésel, pero para fortuna de los que leen, no lo haré. De mecánica solo sé cambiar una rueda y poner aceite de cocina al motor. Conocimientos que siempre fueron despreciados por quienes hablan de mecánica conmigo.
Volviendo a la odisea, el Duna estaba estacionado en la puerta de la casa del Gordo. Contábamos con poco tiempo para terminar, ya que la noche jugaba en contra. La travesía de sacar la bomba dañada nos había demorado, y las conexiones estaban mucho más abajo de lo que ellos esperaban.
Yo, con mis mates, iba y venía a la cocina por más agua. Me sentía como en las películas de guerra, donde el médico corre y salva a las personas. Así me sentía yo, con mi participación crucial.
Una vez llegada la oscura noche de julio, donde las temperaturas bajaron a cero grados, teníamos dos problemas a considerar:
-
El primero, que el motor estaba desarmado y la bomba se debía instalar. ¿El problema? La luz. El sol se había ocultado y las únicas luces del alumbrado público no ayudaban.
-
El segundo problema, y que más sentimos, fue el frío que corría. Contábamos con abrigos, por supuesto, pero no eran lo suficientemente buenos para aguantar una noche entera a la intemperie.
La solución pareció caernos del cielo. Bueno, en realidad fue de un árbol.
Decidimos hacer fuego. Rompimos una rama del árbol cerca de donde habíamos estacionado, lo que nos daría luz (el problema principal) y calor, además de la opción de calentar agua para el mate sin molestar a los padres del Gordo, que ya estaban durmiendo.
En ese entonces, reconozco que nuestras ideas siempre tenían un espíritu pirotécnico, además de tener agilidad para escalar árboles y romper ramas.
Hecho el fuego, a un metro de distancia del auto, empezamos a sentir esas llamas entrar como ondas confortantes en nuestras manos entumecidas.
Para esto, eran aproximadamente la una de la madrugada, y nosotros parecíamos una clásica pintura del arte callejero, ya que teníamos el fuego, la luz del alumbrado y además el auto a medio desarmar.
Ya a las tres de la mañana, nos miramos y pensamos que esto sería mejor solucionarlo al amanecer, con más luz y acceso al taller.
Lo que sigue de esta narración no es una licencia creativa ni mucho menos un recurso literario.
Tratando de limpiarme los mocos del frío con la manga de la campera —costumbre que aún tengo arraigada— no noté que se había manchado con grasa de motor, por lo que mi cara quedó con un brillante y tupido bigote negro, que más que a Rambo me hacía parecer al Señor Barriga.
Seba no podía parar de reír por la clara aparición de este bigote grasiento. A duras penas pudo alcanzarme algo para limpiarme, y pensó que sería buena idea usar un poco de gasoil para sacarme la grasa.
¡Peor! El gasoil en la cara provoca erupciones e irritación. Es decir, pasé de ser un sujeto cómico a tomate mal lavado.
Cuando las risas y el fuego se disiparon, Ángel pensó que lo mejor que podíamos hacer era tratar de descansar. Entramos a la cocina de su casa —la cual era muy pequeña— y tratamos de dormir las horas que faltaban.
Seba, recuerdo, durmió en una punta, yo dormí en otra, y Ángel cerca de la puerta.
Los tres tratamos de dormir sentados, tratando de no hacer ruido, porque también en la casa estaba el padre del Gordo, quien siempre tenía mal humor cuando se despertaba.
Por eso guardábamos silencio y tratábamos de no hacer ningún movimiento. Nos habíamos convertido en ninjas de la mecánica y en Kung Fu Panda para entrar en la cocina.
El quilombo lo armamos igual: se despertó la perra, que empezó a ladrar, luego se despertó la madre del Gordo, asustada, y el padre, de un grito, nos echó —a Seba y a mí— a la calle.
No quedaba otra: teníamos que pasar lo que quedaba de esa noche fría con tonos a nieve, afuera.
Seba trató de descansar en la parte de adelante y recostó el asiento. Yo, como pude, me tiré en la parte de atrás, aferrado a la campera como Jack a la puerta de Rose.
Duros de frío, vimos cómo de a poco las ventanas del auto comenzaban a formar esa película de hielo que uno encuentra a la mañana.
Temblando de hipotermia, las cosas no podían salir peor. Ya en cinco horas amanecía y sentiríamos de nuevo el calor... si sobrevivíamos a esa noche.
Ambos, de labios morados y con cara de no poder más, decidimos juntar los pocos pesos que teníamos —unos veinte— y caminar a la estación de servicio más cercana por un café.
La travesía fue digna de comedia.
La estación de servicio quedaba a un kilómetro de donde estábamos, entonces, como para entrar en calor, decidimos correr y luego caminar: corrida-caminata-corrida y vuelta a caminar, para no generar sudor y sufrir el principio de hipotermia.
Además de todo, en aquel entonces Seba estaba estudiando enfermería —cosa que le agradezco—, porque todos los conocimientos que nos salvaron en las próximas historias se los debo a él.
Así, entre corrida y caminata, llegamos a la estación de servicio.
El cartel decía: “Promo: café con leche y medialuna $10,50”. Es decir, no llegábamos a dos cafés con medialuna como Dios manda.
Nos tocó compartir el café y dividir la medialuna, y complementar con un alfajor.
Ustedes no se imaginan cómo recibimos esos sorbos de café con leche: parecía agua bendita para unos náufragos.
Recibir ese fuego confortable en el estómago y sentir que teníamos una bolsa de agua en la panza.
Ya con el espíritu renovado, volvimos al auto y esperamos a que las primeras luces del alba despertaran a la familia Robina.
Mientras nosotros, blancos del frío, seguíamos revisando qué podíamos hacer… o mejor dicho, qué podían hacer Seba y el Gordo para solucionar el tema.
Al despertar, el padre del Gordo, con el humor típico de las mañanas, miró alrededor y con una expresión que me quedó grabada hasta hoy, dijo:
—¡La puta madre! Otro camionero pelotudo me rompió el árbol...
Comentarios
Publicar un comentario