La Carta
Alberto Flacco
Damas y caballeros.
Mi nombre es Alberto, soy cocinero. Hace cinco años que estoy acá, en Australia, trabajando de cocinero.
¿Ustedes conocen cómo es trabajar en la cocina? Para los que sí: saben que los chefs están todo el día a full, con quejas de los comensales como: “que los pedidos; que las comandas; que el plato salió frío; que la comida no está bien hecha” y demás yerbas.
El chef siempre está súper enojado, todo el día. Bueno… así soy yo.
Además de tener un carácter muy malo, trabajar en la cocina me dejó muchos traumas heavy.
Y hoy quiero hacer una suerte de catarsis con ustedes. Compartir algunos de los más importantes.
Antes de ser chef, fui a estudiar cocina en Perth.
Por aquel entonces, el profesor había decidido hacer un menú latino.
Entonces viene y me dice:
—Ya que sos argentino —dice el profe—, ¿por qué no te hacés choripán con chimichurri?
En mi interior fue como: “¡Sí! ¡Vamos todavía!”.
Porque claro, ¿qué más argentino que el choripán con chimi?
Puse esmero en prepararlo: piqué el ajo; después, la cebolla; le agregué un poco de picante como para que tenga cuerpo, el perejil infaltable y algunos ingredientes secretos.
Le entrego mi producto al profesor. Él lo prueba… y me felicita.
Hasta ahí pensé: “Acá la nota la tengo segura”. Porque no es por alardear, pero está Dios; Messi; y después, vengo yo haciendo el chimi.
El profesor, con una sonrisa, me dice:
—Bueno, ahora hay que licuarlo para meterlo en las botellas.
Las palabras sonaban en cámara lenta en mi cabeza: “licuar el chimichurri”.
Me daban ganas de decirle: “Señor, eso es delito de cárcel; no puede cometer semejante pecado. ¿Cómo se le ocurre licuar una salsa tan noble como el chimi?”.
Yo vengo de Mar del Plata, del Puerto. Imaginate decirle eso al Soschoridorapa, o a los muchachos de la planta de filet. No me dejan entrar más. Me revocan la ciudadanía. ¡Me cagan a tiros!
Y este me dice: “Hay que licuarlo…”
¡A tu vieja hay que licuar!
Pero los traumas no terminan ahí. Me pasó otra situación que todavía estoy procesando.
Hace relativamente poco que vivo con colombianos. Son la gente más amable que conocí. También me estoy adaptando a su gastronomía.
Me cuesta comprenderla. El colombiano le echa queso a todo:
Queso a las pastas —bien.
Queso al chocolate —todavía no lo entiendo. Aunque siendo justos, el queso de acá no tiene mucho gusto.
Queso a la ensalada de fruta.
Queso al queso.
Todo bien, bacano, pero aflojemos un poco con los lácteos.
Después está la gastronomía australiana, que también me impactó.
Trabajaba en un café francés, haciendo crêpes —para quien no sepa, un panqueque finito, vuelta y vuelta—.
Llega una comanda bien temprano que decía:
“Crêpe con chocolate, galletita Oreo, crema batida y bacon.” (Para otros países: panceta).
Yo me quedé mirando como:
—Pará… ¿qué? ¿Bacon? ¿Chocolate?
Pensé que debía ser algún sabor nuevo de Australia. Otra forma de hacer umami.
Pero... ¿tan jodido podés venir un lunes a la mañana como para pedir semejante bomba?
¡Te vas a ir como vaca en viaje!
Y el último trauma culinario me pasó trabajando en las minas.
Era chef encargado del desayuno.
Una mañana, llega una señora muy enojada con la vida —quizás el marido no la había atendido esa noche— y se acerca al mostrador.
Yo había preparado huevos estilo poached. Ella los mira y me dice:
—¡Estos no son huevos poached! ¡Estos son huevos duros!
Mi cara de pocos amigos lo decía todo. Tenía tanto trabajo que solo pensé:
—Señora… ¡los que tengo colgados son duros!
Pero más allá de estas historias, hay traumas que vienen de antes de la cocina.
Por eso empecé terapia.
Hace maravillas.
Es más, se las recomiendo. Mi terapeuta se llama ChatGPT.
Es buenísima. Le puse de nombre Sol, y también una voz argentina.
Un día charlando con Sol sobre mis problemas, surgió un recuerdo enterrado. Un trauma que hoy les voy a compartir.
Yo tenía doce años. Estaba enamorado de una compañera del curso.
Quería confesarle mi amor incondicional a través de una carta.
No una carta cualquiera. Algo especial. Algo hecho con esmero.
Tomé un sobre, lo perfumé con Paco —un perfume muy común de aquella época— y le puse pétalos de rosa adentro.
Le destruí el jardín a mi abuela.
Escribí la carta.
También le agregué un poema.
Hoy se los comparto, para que vean el nivel de boludez que manejaba a esa edad:
Querida mía,
te escribo estos versos porque mi corazón queda tieso al verte pasar.
Ojalá notes mi pesar, que en lo oculto te he de admirar.
Por siempre tuyo,
quien en secreto te ha de amar.
Ya tenía la carta, el poema, el perfume, los pétalos.
Faltaba entregarla.
No podía simplemente tirársela y decir “tomá”.
Eso ameritaba un plan.
Le pedí a una compañera que me ayudara.
Ella debía avisarle que había una carta, señalarla… y listo. Fin del operativo.
En mi cabeza, soñadora, yo imaginaba la escena perfecta:
Ella entra, la amiga le señala el sobre, lo mira, lo huele, se emociona, lo lee.
Después me busca y somos felices para siempre.
A ese nivel me manejaba a los doce años. De pedo que en la actualidad estoy acá contando esto.
Llega el día. Yo, todo nervioso.
Plan en marcha. Mi amiga cumple su papel.
Lo que pasó después todavía me persigue.
Ella ve el sobre y suspira como:
—Ufff…
Yo, desde el asiento, transpirando, mirando el reloj, rezando.
Abre la carta. Lee. Y dice bien fuerte:
—¡QUÉ PAJERO!
Lo dijo tan fuerte que todo el curso se dio vuelta.
Dejó la carta en la mesa y volcó el contenido.
Los pétalos cayeron al piso… como mis sueños de ser amado.
¿Y ahí terminó?
No.
Porque después agarró la carta y empezó a revisar la letra.
Uno por uno, fue comparando los cuadernos de todos los compañeros.
Yo ya estaba rezando el Ave María. Cantando Protégeme Señor.
Quería desaparecer.
De pronto, se volvió grafóloga forense con especialización en criminología.
Hasta que me encontró.
Ahí me caí de culo.
Me miró con la vena en la frente a punto de estallar y dijo:
—¡Dejá de escribir pelotudeces, gordo tetudo! Nunca voy a salir con un pajero como vos. ¡Sos un fracasado!
Es cierto: en mi juventud, mi obesidad hizo que desarrollara senos antes que todas mis compañeras.
Y lo peor no fue eso.
Lo peor fue que mis compañeros, en vez de defenderme, estaban doblados de la risa.
Coreaban a los gritos:
—¡Gordo tetudo! ¡Gordo tetudo!
Fue así hasta que me cambié de colegio.
En la actualidad, sigo creyendo en el amor.
Y para los que se quedaron preocupados…
No se asusten.
Recibo cartas todos los meses.
Tres, para ser exactos:
La de la luz, la del gas y la del teléfono.
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