Los choripanes de la vida

 


En una ciudad del interior existían dos hinchadas de fútbol que, siempre que había amistosos o se disputaba algún evento deportivo, los vecinos no asistían a la cancha porque tenían miedo de que las discusiones escalen y algún ajeno al conflicto termine pagando los platos rotos.

Los que apoyaban a Central Norte eran picantes en el barrio norte, donde vieron a sus ídolos jugar campeonatos mundiales y vestirse de gloria. En cambio, los de Atlético Sur, quienes tenían algún que otro amigo en los organismos criminales de la ciudad, manejaban negocios mucho más pesados que los deportivos.

Una tarde de abril se disputó un amistoso entre ambos clubes y, como era de esperarse, un vecino pagó los platos rotos.

Una vecina de nombre Alicia, quien sorda de nacimiento, se acercó a la esquina de su casa que lindaba con el estadio donde se disputaba el amistoso. Alicia, sin escuchar por su condición, no vio que un auto venía… y la quedó.

Adolfo, quien era un viejo del barrio, luego de velar a su vecina, salió a protestar. —Parece mentira que no se pueda salir a la vereda ni cruzar la calle por culpa de estos malvivientes —dijo, señalando a los del Atlético Sur.

Con Adolfo se sumaron otros vecinos. Algunos reclamaban por la muerte de la pobre señora, otros por la suba de los precios, y algunos vieron la cantidad de gente, pusieron su puesto de choripán y se sentaron a esperar quién sería su primer cliente.

Cuando llegaron los periodistas, los vecinos ya tenían ollas, cucharas de madera. Algunos, al grito de “¡Tienen que volver los milicos!”. Los medios que se apostaron pudieron rescatar titulares como: “La atropellaron por un ajuste de cuentas”, “Atlético Sur tenía cuentas pendientes con la señora y por eso la atropellaron”.

Hasta una médium apareció en medio de toda la polémica, vaticinando que los perpetradores del crimen pertenecían a una cúpula de los altos cargos políticos, y que la vecina había tenido encuentros del tercer tipo y tenía conexiones con la mafia.

Mientras los choripaneros vendían a troche y moche, sin saber a qué se debía la movilización.

Mientras cuento esta historia —ficticia o no—, la gente se sigue cagando a tiros, las redes hablan y opinan porque el internet es, entre grandes paréntesis, libre. La vida continúa… Y nosotros todavía seguimos vendiendo comida.

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