El almacén de don Chicho Alberto Flacco
L
a siguiente historia esta basada en hechos reales los personajes y hechos no fueron modificados para el fin de la trama. Cualquier parecido con la realidad no es coincidencia: es puro chusmerío documentado con estilo. La radio de Don Chicho hacía sonar las tristes memorias de un pobre hombre, quien, perdido en los amores, fue dejando la cordura. Don Chicho, un hombre fiel del barrio de Almagro, todas las mañanas limpiaba el mostrador de su despensa. Pero el primer acto, antes de abrir al barrio, era un rezo a aquel santo que lo protegía de la envidia. Nunca faltaba su rezo. Podía olvidarse la lista del fiado, pero el rezo debía abrir su local. Cada mañana —y esta no fue la excepción— venía un purrete, con carita negra de frío, a esperar su ración de pan y arroz. Don Chicho, con santo corazón, le envolvía los menesteres y siempre soltaba una botella de leche con chocolate. Luego del carita negra, llegaba puntual Cecilia, la panadera del barrio, a las cinco en punto, para abrir su local. En las malas lenguas del conventillo se decía que Chicho siempre traía el ala colgando por Cecilia, pero ella no buscaba marido: buscaba quien pudiera cumplir con ella su sueño de viajar por el mundo. Don Chicho, que no era viejo pero tampoco un joven rezagante, no podía permitirse dejar el local y vender todo por una cabeza de novia. Pero quienes lo conocían sabían que, desde el almacén, la radio sonaba tango del Zorzal Criollo… solo por Cecilia. —Qué pena con Don Chicho, tan buen hombre y siempre tan solo —decían las vecinas en la carnicería de Bladivisky, un ruso que escapó de los campos de Stalin y se hizo la América en Argentina. Y, con tumbos, aprendió a entender el complejo lunfardo rioplatense. Todas las noches, luego del cierre de la carnicería, invitaba a Chicho para un partido de naipes. Y como buen ruso, terminaba rojo de vodka y perdía hasta su último cigarro. Porque entre ellos tenían un código de machos: a los naipes se jugaba por puchos y yerbas, nunca por plata. Esa mañana fresca de julio, Don Chicho abrió su local como siempre, decidido, afanado por las palabras del ruso, que la noche anterior lo apretó y le habló a calzón quitado: —Si sos tan macho, invitála a viajar —le dijo—. Aunque se te caiga la cara de vergüenza. Afeitado y con el pelo engominado, rezó a su santo y, enfilado para la panadería con un ramo de jazmines, se le apareció en la puerta del local. Cecilia, que preparaba el mate y los libros del negocio, lo vio. Sonrió, entendiendo que, a pocas palabras, buen entendedor… y que en esta nueva aventura no habría penas ni olvidos. Le acercó un amargo, y no hizo falta chamuyar.
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