
Esta historia tiene su origen muchos años atrás, en una pequeña comarca alejada de toda civilización. Convivían un grupo de animales. Estaba el león, quien siempre ostentaba ser el más sabio de toda su comunidad. Le seguía la cabra, quien, ya obstinada, siempre le reprochaba a su amigo sus ideas y sus pensamientos. Pero también, en ese pequeño grupo, se encontraba una serpiente que, por su astucia, estaba alentando todas las ideas que el león compartía.
Una mañana, el león llegó muy animado por un descubrimiento que había sacudido su melena. Había descubierto que, no muy lejos, existía un grupo de animales que no tenían pelo y caminaban sobre sus partes traseras. Muy animado por su hallazgo, fue a contar todo lo que sabía al resto de los animales.
—Créanme lo que les digo: hay un grupo de animales que caminan en sus piernas traseras y, además, no tienen pelo. Deberíamos ir a conocerlos. Quién sabe si ellos estén necesitados de nosotros.
La cabra, quien estaba acostumbrada a interrumpir a su amigo, dijo:
—Me parece muy imprudente exponerse de esa manera a un grupo de animales que, quién sabe, qué intenciones tienen. Y lo que es peor, quién sabe si son peligrosos para nosotros —sentenció la cabra.
La serpiente, quien tomaba sol en un árbol, escuchó los argumentos de la cabra y dijo:
—Tú, quien eres el más sabio de todos nosotros, debes ir a conocer a estos animales. Pues ¿quién mejor que tú para contarles y demostrarles qué clase de animales somos? Sostengo que el mejor candidato eres tú, ya que ¿quién mejor para enfrentar a estos seres, si no el más fuerte de toda la aldea y el más inteligente?
El león, quien, halagado por las palabras que lanzó la serpiente, caminó decidido hacia las afueras de la comuna, sin sospechar que ese grupo de animales sin pelo era, en realidad, un grupo de cazadores.
El león, al llegar a los límites de la aldea, encontró a estos seres y, con su rostro amable, los saludó:
—¡Hermanos míos, vengo en son de paz! Yo soy el león, el ser más sabio de mi comarca. ¡Sean bienvenidos!
Los cazadores solo pudieron escuchar su rugido, pues claro, no hablaban el idioma de los animales. Apuntaron sus rifles contra el león y dispararon sedantes. El león cayó desplomado al suelo y, casi sin entender lo que aconteció, quedó profundamente dormido.
Al amanecer, despertó el león de su sueño y observó, con horror, que ya no estaba ni siquiera cerca de su aldea. Ahora estaba rodeado de barras de metal, unos tarros que contenían agua y carne roja, además de un pequeño árbol que florecía haciéndole compañía.
—¿Dónde estoy? ¡Exijo que me liberen ahora mismo! —exclamó el león.
La gente que pasaba por el lugar solo veía a un león rugir hasta el cansancio, con un letrero que rezaba: León africano, muy peligroso.
El mono, quien observó con tristeza a su par, le gritó:
—¡Cálmate! Que la comida y el techo nunca te van a faltar. Solo no sigas gritando, porque puede venir el Hombre del Látigo —le aconsejó su primate compañero.
—¿Qué es un Hombre del Látigo? —preguntó extrañado el león.
—Créeme, cálmate, o lo conocerás muy pronto... y tú no quieres que eso pase.
Suspirando para sí mismo, se recostó en un costado de su celda.
Los días fueron pasando y el león y el mono se hicieron cada vez más amigos. El mono, todas las tardes, hacía una función especial para su amigo, intentando soltar su carcajada. El león, por su parte, le enseñaba filosofía y el nombre de las estrellas en el cielo.
Una mañana fresca de otoño, el mono no se despertó. El león le gritó desde su celda:
—¡Hey, no seas un perezoso! ¡Levántate, amigo! ¡Vamos, levántate! ¡Hey! ¿Que no me oyes? ¡Debes levantarte, amigo!
Pero el mono no respondía. Luego de unos minutos, otros humanos entraron en la celda del mono y lo llevaron en una especie de saco negro.
—¡Deténganse! ¡¿Dónde se llevan a mi amigo?! ¡Bestias, vuelvan! ¡Traigan a mi amigo! —exclamaba el león enfurecido.
Los cuidadores veían que el león estaba más alterado que de costumbre y llamaron al Hombre del Látigo.
—¡Quieto, gato pulgoso, o conocerás de qué soy capaz! —dijo sin piedad el Hombre del Látigo.
El león, quien nunca se había enfrentado a tal ser, sintió miedo y furia. Observó sus ojos, que solo contenían placer al tener su látigo y agitarlo en el aire.
—Así es como se tienen que comportar las fieras —dijo el Hombre del Látigo, cerrando la celda con una risa malvada en su rostro.
El león, triste por su amigo el mono, se echaba todas las tardes sin ganas de levantarse. Los niños le arrojaban objetos y el pobre león no se movía. Solo quería que se fueran y lo dejaran en soledad. Los días fueron pasando, y las tardes se convirtieron en semanas, y luego en meses, hasta que, una tarde como cualquier otra, un joven se le acercó. El joven miró de cerca al león, quien, con su mirada triste y sin brillo, dejó una marca en el corazón del muchacho.
—¡No pueden tenerlo aquí! ¡Este león debe estar libre! —gritaba el joven a los cuidadores del león—. ¡Les exijo que lo liberen! ¡Es un animal salvaje!
Los cuidadores, quienes lo miraban como a otro tonto más, ignoraron al joven.
—No se preocupe, señor león. Yo encontraré la forma de sacarlo de aquí.
El pobre león, quien no entendía ni una palabra de lo que hablaban los hombres, colocó su garra izquierda en su sien y, con la otra, hacía círculos en la arena de su celda.
Dos noches más tarde, el joven entró al zoológico. Con cuidado de no hacer ruido ni despertar al celador, buscó la celda del león. Usando una herramienta, cortó el candado de su celda.
—Señor león... shhh... Señor león, ¡despierte! —susurró el joven.
El león, quien no entendía, lanzó un bostezo y se refregó los ojos.
—¿Qué... es... lo que pasa? —bostezó el felino.
—¡Rápido, señor león! ¡No hay tiempo! ¡Huya de aquí! ¡Es usted libre!
—Es otro humano... qué fastidio. ¿Y ahora qué quieres? —dijo el león.
El joven y el león tenían un gran problema: ambos no se entendían. Al darse cuenta de esto, el joven hizo un ademán con sus manos, invitándolo a salir.
El león, quien se mostraba desconfiado, miró hacia la puerta y, de un salto, quedó fuera de su celda.
—Es libre, señor león —dijo el joven.
El león, que aún seguía desconfiado, se dio vuelta y comenzó a acechar al joven. Los ojos del león parecían ser dos faros en la noche sin luna, mirando fijamente al joven, quien seguía firme en la puerta de la celda. El león notó algo en sus ojos; notó que no eran iguales a los del Hombre del Látigo. Vio algo que llenó su alma, como si de una fresca brisa se tratara. Inclinando su cabeza, el león agradeció el gesto del joven y corrió hacia su comarca.
Sin notarlo, habían pasado muchos años desde que fue capturado y sus movimientos eran ya mucho más lentos. Pasaron unos tres días con sus noches hasta que, al fin, dio con su amada aldea. Dentro estaba su amiga la cabra, quien ya era una anciana.
—Querida amiga, qué gusto volver a verte. No sabes todo lo que extrañé tu compañía. ¡Tenías razón, amiga! Esos animales son peligrosos... pero uno de ellos era distinto. Había algo en sus ojos que pude entender, algo que me decía que el hombre quizás sea malo... pero siempre existirán los buenos para darnos libertad.
Fin.
Quien con arma y malicia trama el sufrir,
otros, con la mirada, caricias y bondad hacen sentir.
El rugido del hombre y de la fiera se parece,
pues ambos, volver a casa quieren.
Si el hombre, en su ignorar, aprendiera del animal,
este, con puras enseñanzas, de compasión y bondad nos podría guiar.
El león y el hombre del latigo Alberto Flacco
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